Me gusta observar al mundo como un objeto estructural, donde existen líneas, vectores, aposentos orgánicos, para sumergirme dentro de esa inmensa disposición, y entender que hago parte de ella. Esas líneas nos interceden, nos atraviesan, van hacia otros seres, hacia otros objetos y vuelven, llevan parte de mí y regresan con parte de otros.
Esa interrelación debe estar en el planeta para que exista o no, un equilibrio, una composición, una sinergia, algo que nos indica, que nos orienta, que nos da señales y nos diga cual es el motivo, la razón, de amar, odiar, pintar o simplemente, vivir.
Pues bien, si existe un planteamiento plástico, si trazo una línea en un papel y hago que esta se junte con otra, estoy utilizando un recurso visual para plasmar una idea, los rasgos característicos y orgánicos del medio que utilice y el soporte me plantean una solución, tal vez ajena a la idea en si, pero de antemano, si pienso en ello, y el recurso utilizado nutre ese planteamiento, probablemente este apropiándome de esos elementos externos e invisibles que caracterizan la razón de la humanidad.
No debo dejar de lado esa fuerza de expresión que ejerce mi espíritu y que probablemente difiere del resto de la humanidad, los agentes naturales que asimilamos y percibimos por medio de nuestros sentidos, alimentan esa información que navega de alguna forma, a la deriva.
La fuerza que genera el ser, la conjugación de conceptos aprendidos, los criterios que surgen de esa mezcla de unidades, nutren el torrente sanguíneo, dan ordenes a los músculos, ordenes precisas, para que yo, levante un pincel, lo unte de pintura y transfiera con sutileza o sin ella, esa orden, ese llamado.
Si entiendo el mundo de esta manera, entenderé, que las ideas no salen de la nada, que me pueden identificar entre millones sobre el planeta, y que si arranco una flor en Colombia, probablemente, llora una niña en la China.
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